Capítulo II. La vida de las estrellas

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Marcela era la estrella del Ganímedes. En esa época. Hubo otras estrellas, es como si se pusieran de moda: antes, ahora son todas estrellas con la nueva administración. Pero en esa época estaba Marcela, y había que tratarla como a una reina.

A mí las chicas siempre me respetaron porque soy una persona razonable y justa, pero firme. Me respetan porque me hago respetar. Hasta Marcela, que era medio díscola, me respetaba. Me acuerdo que me decía: “Marquitos, no te mando a la m… porque le vas con el cuento al dueño”. Y se quedaba mansita, aunque fuera la estrella.

Una chica se vuelve estrella cuando puede tener cola esperando: todas las estrellas son cometas por acá. Al Ganímedes le convenía, porque el negocio era el porcentaje de cada servicio, pero también las bebidas que las chicas les hacían tomar a los tipos. Si el tipo llega, se toma un whisky y se va enseguida aun cuartito, se gana uno. O diez. Lo que sea: se gana X. Pero se gana dos, veinte, doble x, más, si el tipo dice “espero a la estrella”. A veces dicen el nombre, los que se la dan de habitués, te dicen, a mí no, a la chica que lo va a atender, “no, está bien, la espero a Marcela”, que dan ganas de decirles “agachate y conocela”, una vez Mirtha se lo dijo a uno. Ya estaba gastada, Mirtha, decía lo primero que se le ocurría hasta que el dueño le dijo que juntara sus cosas y se fuera.

Así que un tipo decía “la espero a Marcela”, o podía decir, “la espero a la de rulitos”, o “a la dientudita”, o cualquier rasgo que le hubiera llamado la atención, y los más tímidos decían “espero”, nomás, y se quedaban relojeando para verla aparecer. Y mientras tanto, las chicas les hacían compañía si no tenían otro servicio, les daban charla, y en todo caso el reglamento del Ganímedes es claro: o consumís o te vas. Y consumían hasta que la veían aparecer.

Era Marcela, pero todas las estrellas hacen más o menos lo mismo. Cuando le tocaba salir, demoraba el momento todo lo posible. Abría la puerta pero no salía, y uno le miraba la cara a los tipos que la esperaban y parecía que les hubieran levantado la cabeza con un hilo a todos a la vez, o no, mejor con un hilo no. ¿Qué muñeco hay con la cabeza atada con un hilo? Mejor como esos muñecos que están hechos de pedacitos, con hilo, pero que el hilo les pasa por adentro a los pedacitos, y están como caídos hasta que los apretás por la base, que es un poco como si le metieras un dedo en el c…, y ahí todos los pedacitos se juntan y el muñeco se pone tieso y alerta. Así pasaba con las estrellas: asomaban de a poco, y hacían que los tipos se pusieran tiesos, alertas, calculando a quién le tocaba el turno. Y Marcela o la que fuera que le tocaba el estrellato asomaba una pierna, o dejaba ver un poco de la bata, y se metía para adentro, y hasta cerraba la puerta de nuevo, y después iba saliendo otra vez, de a poco, hasta que al final se mostraba de golpe, como una reina, miraba el local con cara de “aca no hay nada a mi altura”, aunque al rato iba a estar en pleno servicio con el que tocara, porque altura tenemos todos.

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Nunca supe que hacía estrella a una estrella. A Marcela, por ejemplo, la probé, y era como las demás, incluso menos que las demás. Capaz que es eso, que hay que ser un poco menos, hacer las cosas un poco peor, para diferenciarse. O también puede ser que yo las probaba cuando no eran estrellas, porque después estaban siempre ocupadas y fuera de horario “descansaban”. Capaz que volverse estrella las hacía estrella: debí pagarle a Marcela y ver, pero nunca me pareció correcto pagar, y ahora que soy el dueño, eso se terminó porque estrellas somos todos.

Eso era siempre, pero una noche, temprano, Marcela salió sin ceremonias. Abrió la puerta, salió y se me vino para la barra. “Problemas”, pensé. El tipo la había querido joder, o era rarito, o se le había muerto. Porque al tipo no lo había visto salir: uno alto, con la cara larguísima, medio peladito, que me había llamado la atención porque la piel parecía de cartón. Pero me equivoqué, no había problemas, o por lo menos no había problemas sencillos, que son los que uno puede tratar de resolver.

Marcela tenía los ojos muy abiertos y le brillaban, pero no como si hubiera llorado, sino que nomás le brillaban y estaba más linda. Los tipos que esperaban deben haber pensado todos al mismo tiempo: “vale la pena”.

Marcela se me vino al humo, y me trató como corresponde:

-Marquitos-, me dijo.- ¿Le anotás otro al señor de adentro? Se va a quedar un rato más.

Los lentos y los empeñosos son malos clientes para locales comerciales como el Ganímendes, así que le dije que no. Y se volvió loca.

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Ilustraciones de Max Aguirre