Capítulo XVI. Barril sin fondo

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 El Cara se revisaba los bolsillos. Todo el tiempo, desde que nos fuimos de la pensión: se revisaba los bolsillos del saco, los bolsillos del pantalón, y vuelta a empezar. Al principio pensé que lo hacía para tocarse la p…, de puro p… que era, pero después me di cuenta de que era un tic. Seguro que le daba cuando estaba nervioso, porque después de aplastarle la cabeza a la babosa empezó de nuevo: bolsillo del saco, bolsillo del pantalón, y vuelta a empezar. Daban ganas de decirle “ahí ya revisaste”, pero no valía la pena y no dije nada. Casi nada vale la pena.

La babosa-Marcela, con la cabeza aplastada, se enojó. Pero se enojó como se enojan las babosas. La cabeza aplastada siguió con la misma expresión, pero le empezaron a salir de todo el cuerpo como tentaculitos, un poco más gruesos que los que usaba para imitarle el pelo a Marcela. Y los chaca, chaca, chaca ahora eran un concierto: es que ahora no había dos babosas divertidas, había como cuatrocientos. Nunca supe si es que se dividieron rápido, o salieron de abajo de la tierra.

No me gusta la gente que se exalta. Las cosas se pueden resolver perfectamente sin gritos, sin gesticular, sin pegarme cachetazos, sin lágrimas ni moco. Incluso, si el objetivo es hacerle daño a otro, los exaltados pierden. Asustan, pero pierden. Así que ahí las babosas me empezaron a causar menos gracia. También porque eran una multitud, uno no se puede reír de una multitud.

Después, Marcela me dijo, cuando pudimos estar más tranquilos: “a vos no te gustó que te copien”, pero no es verdad. Eso, ni fu ni fa. Incluso en otra situación me hubiera muerto de risa y todos contentos con la babosa que se puso mi cara, pero hay que decir dos cosas. Primero, que no me sacó tan parecido. Me hizo a las apuradas, como pensando en otra cosa: la babosa se me puso al lado y me imitó la cara, pero parecía más interesada en el Cara y en sus cuatrocientas amigas que en hacer lo suyo. Como si me tuviera a menos. Capaz que que esa actitud me dio un poco de bronca, para que lo voy a negar.

En segundo lugar, y me impresionó la cantidad, y el modo en que todas se le fueron al humo al Cara mientras sacaban tentaculitos largos y lo empezaban a envolver. Daba bastante asco, sobre todo cuando se le empezaron a meter adentro. Ahí fue cuando me di cuenta de que el Cara no tenía lado de adentro.

Marcela dice que no me di cuenta de nada, pero ella no puede hablar porque se quedó sentada en una piedra, bien lejos, mirando el espectáculo. Así que puedo decir lo que se me da la gana, y se me da la gana decir la verdad.

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Las babosas tenían envuelto en tentaculitos al Cara, que se retorcía como loco. Le empezaron a meter tentáculos en los agujeros que le habían dejado las uñas de Marcela, y en los que se había hecho él mismo cuando se arrancó media cara, y también en los agujeros naturales que vienen con el ser humano: los que estaban a la vista y puede ser que también los otros.

Si digo que el Cara no tenía lado de adentro, es porque no se llenaba. “Barril sin fondo”, me decía mi abuela cuando yo comía. Algo así: si uno lo piensa, un barril sin fondo no tiene lado de adentro. Cada babosa empezaba a meterle tentaculos, y se los metía y metía adentro hasta que la babosa en sí era tan fina como un tentáculo y se podía meter ella misma, y entraba. Y después entraba otra, y otra más. Me quedé como hipnotizado. Cada babosa mediría un metro y medio. Pongámosle que la babosa se puede apretar, capaz que está llena de agua o algo así, pero apretada y todo: ¿cuántas babosas podés meter adentro de una persona? Parecía un problema de la escuela primaria, de regla de tres simple. Al Cara le deben haber entrado cuarenta o cincuenta babosas completas en el rato que estuve mirando. Lástima que no las conté, pero seguro que no bajaban de cuarenta, y seguían muy entusiasmadas, a todo chaca, chaca, chaca.

Debe haber sido ahí que agarré la costumbre de pasarme la lengua por el caño de metal que me había puesto el Cara en la pensión. La visión de las babosas entrando me tenía ensimismado: tanto que no vi que también a mí empezaban a rodearme con un indudable entusiasmo.

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Ilustraciones de Kwaichang Kraneo

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