Capítulo XV. Lo parecido y lo diferente

En el momento pensé que la babosa se iba a venir a conversar con nosotros. No me molestaba: en el momento me pareció que no nos iban a venir mal unas risas. No se me ocurrió que el “chaca, chaca, chaca” de las babosas pudiera ser otra cosa que un chiste: la babosa era como el Mario Sapag de la Luna.

Pero se ve que todo tiene que resultar al final más asqueroso de lo que parece al principio. También se ve que el momento presente es el momento del error. Es como dice Doctor Yáñez. ¿Para qué la vamos a hacer fácil si la podemos hacer difícil? La babosa no se vino a conversar con nosotros. Se puso frenética: empezó a sacudirse y a repetir sus chaca, chaca, chaca como una ametralladora.

-Se volvió loca-, dijo Marcela.

-¿A quién me hace acordar?

Marcela me pegó otro codazo, pero seguía de buen humor. El que parecía frenético, también, era el Cara. Se nos ponía adelante de la babosa como si no quisiera dejarnos ver.

-¡Eh! Dejá ver-, le dije.

Después nos dimos cuenta: lo que no quería era que la babosa nos viera a nosotros. Sonó, porque la babosa era muy observadora y porque nosotros nos asomábamos para mirar, porque era asqueroso pero también era muy divertido. De la espalda, le había empezado a salir otra babosa.

Primero, parecía una joroba.

-Mirá, a la babosa-Cara le salió una joroba-, dije. Marcela me sonreía apenas. Ahora se hacía la preocupada o la científica, no sé. Siempre la gran cosa, no podía andar mucho tiempo a las risas con Marquitos, parece. Me dio bronca.

La joroba crecía como latiendo. En cada latido se hacía un poco más grande. Después de crecer un rato, la unión con la espalda de la otra se empezó a afinar, y al rato quedó una babosa nueva y completa, unida por un hilito de baba a la original. No tenía brazos ni cabeza, pero lo solucionó fácil. En seguida le salieron unas piernitas. Viva, la babosa. Las patitas no le salieron de la punta del cuerpo, como haría uno si fuera una babosa, sino de la panza, que era lo que finalmente tenía apoyado en el piso, así que en seguida se pudo quedar parada, mientras el cuerpo le tomaba forma. Ahí sacó sus bracitos, empezó a inflar la cabeza. También se le deformó el pecho: pensé que le salían unos globos, hasta que me di cuenta. La miré a Marcela.

-¡Mirá! ¡Tiene t…!-, le dije. Por que se veía clarito. Dos t… redondas, duras, más grandes que las de Marcela. Una chica en el Ganímedes hubiera hecho carrera con dos t… así. Ahí me acordé de Monta, pero no pensé en buscarla, porque, ¿cómo iba a buscar a Mona en la Luna? Sí le dije a Marcela:

-Qué envidia, ¿eh? ¿No te hace acordar a Mona?

-Sos un b…, Marquitos-, me dijo, y parecía horrorizada.

Ahí pensé: “qué envidiosas que son las mujeres”. Incluso creo que le dije:

-Qué envidiosas que son las mujeres.

Y tampoco había tanto para envidiar. A Mona, el dueño la había echado porque se gastó. La babosa también tenía lindas t…, pero era una babosa. Cada cual tiene sus problemas, así que mal podía envidiar a alguien Marcela, que era un estrella. Aunque al final no fue envidia. La babosa nueva arrancó en seguida con el chaca, chaca, chaca: eso lo aprendían en seguida o lo traían de fábrica. Y ahí me di cuenta de qué es lo que le molestaba tanto a Marcela. ¡Era igualita! Igualita a Marcela: si hubiera sido igualita a la otra babosa no era para tanto, porque no es novedad que las babosas son todas más o menos iguales entre sí. No andan gastando esfuerzos en ser distintas. Salvo las babosas gigantes de la Luna. Estas sí: le ponían un entusiasmo bárbaro a dejar de ser babosas.

La babosa que había hecho enojar a Marcela había trabajado bien: se parecía muy poco a la babosa-Cara. No podía parar de reírme. Ahí Marcela estuvo mal. Después iba a tener razón ella, las babosas esas resultaron ser una porquería, pero en el momento estuvo mal, porque antes de reírse de los demás hay que saber reírse de uno mismo. Yo soy el primero en reírme de mí cuando se arma alguna en el Ganímedes. Y las babosas esas serán lo que serán, pero todavía no sabíamos nada de ellas. Lo único que podíamos ver es que delante nuestro había una Marcela-babosa muy cómica.

La había sacado igualita: medio retacona, con las t… y el c… y la cabeza medio exagerados, bien dientuda -Marcela nunca me quiso reconocer que tiene los dientes medio salidos- con unos ojos enormes y la melena hecha con filamentos babosos que se movían con el viento.

En cuanto terminó de acomodarse, la babosa amarcelada empezó a mover los bracitos. Divertidísimo. En eso estaba cuando se le vino al humo el Cara.

-Te copia, te copia-, dijo, y se le puso adelante.

-Dejála, amargo-, le dije yo, pero bien, como se le habla a los amigos.

Marcela retrocedió y sin avisar pegó un salto que la levantó por el aire. Sin avisar. A mí me dejó ahí, riéndome del peligro. La babosa amarcelada amagó a saltar también. Nunca supe si las babosas pueden saltar: el Cara le aplastó la cabeza de un manotazo. Casi me muero: quedó igual a Marcela, pero con la cabeza chata. Me causó tanta risa que me caí al suelo, y desde el suelo vi que el Cara había cometido un grave error.

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